Moral y Cívica

septiembre 29, 2009

Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2009, Derechos Reservados.
Publicado por primera vez en A toda marcha
Naples, Florida, 10 de febrero del 2004.

Cuando era pequeña recuerdo que una de las asignaturas obligatorias que debíamos estudiar en la escuela era algo que nos llegaba en el contenido de un libro que tenía por título “Moral y Cívica”. Todavía me parece estar viendo las letras que formaban dos palabras que yo no comprendía. A esa edad no tenía la menor idea qué era «moral», mucho menos «cívica». Sólo sé que los libros de Moral y Cívica me persiguieron desde el primer al sexto grado y que cada año debíamos aprender sobre comportamiento, higiene y urbanidad. Claro, eso lo entiendo ahora, pero cuando era niña, me aburría que en el colegio existiera una clase donde me enseñaban a saludar correctamente a los demás, que a las personas mayores se les debía respeto, que tenía que lavarme los dientes todos los días y las manos siempre antes de comer, dormir ocho horas para estar descansada y alerta, cuidar y respetar la propiedad ajena o pública para estar orgullosos de lo que era patrimonio nacional. Digo que me aburría porque en mi casa, con mis padres, aquellos reglamentos eran el pan nuestro de cada día. Recuerdo que mi padre no nos dejaba mascar chicle, porque, decía: “¡Parecen chivos!”, y cuidadito que a mi hermano o a mí se nos ocurriera tirar algún envoltorio de caramelo o alguna servilleta usada en la acera: “¿Para qué están los basureros?”, repetía.

Traigo esto a relucir porque un amigo de hace muchos años me llamó consternado para contarme un incidente que presenció en un supermercado local. A su lado, en la sección de carnes, un muchacho joven hispano atravesó con su uña el celofán que cubría un paquete de solomo para asegurarse que estaba tierno. Luego, en vez de llevarse el paquete mutilado, escogió otro y dejó allí el paquete medio abierto para que otro comprador lo llevara o para que la tienda lo tuviera que re-envolver. Mi amigo sintió vergüenza por el comportamiento del joven y sobre todo, me dijo, porque era hispano. Lo siguió con el paquete abandonado y lo encaró increpándole: “Bueno, anjá y ¿ahora qué? ¿Vas a dejar esa paquete, ¿para quién? ¡Chamo, mira, tú lo rompiste, tú te lo llevas!” Mi amigo me contaba su enojo y yo le sentía la respiración aún entrecortada por la pena ajena que había sufrido: “¿Sabes lo que pasa? ¡Que por el comportamiento de unos cuantos nos juzgan a todos y no nos respetan! ¡Después nos acusan de ser hispanos y nos estereotipan! Venimos de nuestros países, que hemos echado a perder, y llegamos aquí creyendo que podemos llevar esa misma vida de falta de responsabilidad cívica. Si echamos a perder éste país, ¿a dónde nos metemos?” Coincidí: el gentilico hispano se había convertido en una acusación.

Esta anécdota me remontó a mis innumerables viajes por Estados Unidos donde existen importantes comunidades hispanas y, desdichadamente, el recuerdo de lo que he visto agudiza el dolor que le sentía en la voz a mi amigo. Me pregunto, ¿por qué sucede que dondequiera que hay una concentración de hispanos, las calles están más sucias y llenas de desperdicios, las bodegas se mantienen con ese olor rancio nauseabundo, y los avisos en español compiten amontonados en las vidrieras al punto que el cliente no tiene tiempo para leerlos? No me digan que es porque las comunidades hispanas son más pobres. La pobreza no está reñida con el buen comportamiento, con el respeto, con la limpieza, con el orgullo de mantener la propiedad pública, bonita y atractiva a los ojos de todos. No se debe pensar que porque los políticos en EE.UU. nos han descubiertos como votantes se afanan en su desespero por captar nuestros votos, a través de sus discursos demagógicos, ya tenemos vía libre para comportarnos como niños malcriados.

Es una verdad insoslayable que la comunidad hispana de Estados Unidos crece a un paso que nos convertirá en el grupo minoritario más importante. Debemos entender la enorme responsabilidad que esto implica: que como sub-grupo cultural conformamos una gran nación hispana dentro de este país, mayor aún, en muchos casos, que las poblaciones de varios países latinoamericanos; que la actitud negativa y el comportamiento delictivo de unos cuantos se refleja en todos; que del esfuerzo por avanzar cívicamente, a nivel social, se nutrirá la gran familia hispanoamericana de la cual somos miembros todos.

Hace un siglo José Martí escribió de nuestra América Latina: “Los talentos están hoy como esos granos de oro que llevan los ríos, los cuales necesitan sólo, para masa rica y de valor sorprendente, que se evaporen las aguas turbias que los arrastran.” Es una verdadera lástima que nuestros granos de oro se empañen por las aguas turbias que son producto de la ausencia de la «moral y cívica».

Naples de mi recuerdo

May 29, 2009

Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2009, Derechos Reservados.
Publicado por primera vez en A toda marcha
Naples, Florida, 27 de octubre del 2002.

Hace un año me mudé para la ciudad de Naples. Aunque no vivía aquí, sino en Miami, es posible que haya venido a esta costa del oeste de la Florida mucho tiempo antes que los que hoy en día dicen llevar “años”. Yo venía con mis padres, que enseguida se enamoraron del pueblito somnoliento de Naples, cuando la 41 era sólo de dos vías, cuando no existía el Coastland Mall, ni Immokalee Road, cuando entre Naples y Vanderbilt Beach sólo había millas de terrenos yermos; cuando no se conseguía gasolina después de las cinco de la tarde de un día viernes; cuando los domingos por la mañana los residentes del pueblo se ponían sus trajes y vestidos domingueros, sombreros de paja adornados con margaritas, guantes calados y zapatos de charol blanco para ir a misa; cuando hablar en español allí era hasta cierto punto “exótico”, porque Miami, a apenas dos horas en auto, entonces era también otro pueblo con luz eléctrica, pero para los provincianos napolitanos era además misterioso por estar invadido de extraños hispanos.

Andando el tiempo, cuando mi padre se “levantó”, compró una casita en uno de los canales de Vanderbilt Beach, y allí junto al mar, bajo el sol de la playa, la brisa cálida del mar del Golfo, los pelícanos que volaban en formación cerca de la superficie del mar pescando pececitos incautos y unos traguitos de daiquirí que pasaban por limonada ante los intransigentes guardias playeros gringos, nos reuníamos los primeros cubanos que veníamos huyéndole ya a la creciente congestión de las playas miamenses. En ese entonces la mayoría de los cubanos en Miami vivíamos en Westchester y sus alrededores, y por consiguiente, las playas de Miami Beach y “El Cayo” eran conocidas por los criollos burlones e irreverentes con el sobrenombre de “Westchester-By-The-Sea”. Pero no nos codeábamos precisamente con la alta sociedad en aquellos nuestros difíciles primeros años de exilio. Yo me refugiaba en la tranquilidad, la paz y el orden de Naples con mis hijos y otros matrimonios amigos que veníamos a pasar los fines de semanas largos y temporadas de verano lejos de la bullanguería de las playas de Miami. Tengo por ahí guardadas cientos de fotografías de mis hijos en trusa (traje de baño para los no cubanos), correteando en la playa, haciendo túneles y castillos en la arena; mi mejor amiga rodeando con su brazo protector los hombros endebles de mi hija más pequeña, hablándole al oído, quizás consolándola, ella con cara de puchero y las mejillas coloradas, quemadas por el sol; mi hijo y su amigo, “los dos Frankies”, como les decíamos, porque eran inseparables, en un momento de “encompinchamiento”, de sabe Dios qué acuerdo; la foto que quedó plasmada una tarde en que todos los niños se sentaron por orden de tamaño en el borde de la piscina y el ojo de la cámara preservó, gracias a Dios, el momento para todos nosotros los padres. También quedaron mis papás, de espaldas a un mar limpio y manso, mirando sonrientes a la cámara, en un medio abrazo. Por las noches yo solía sacar mi guitarra y cantábamos canciones viejas cubanas de principios de siglo, música de la vieja trova que todos nos sabíamos. Los balcones de los cuartos de los turistas se iluminaban con los cabos de cigarros ardientes que brillaban en la noche como cocuyos. Ellos fumaban mientras escuchaban respetuosos toda mi música en español que no entendían, envuelta en el murmullo de cocoteros y el susurro de suaves olas derramándose en la orilla.

Han pasado muchos años y no dejo de acordarme de la canción de Pablo que dice: “…el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos….”. A veces me parece que si estiro el brazo, de detrás de alguna palmera va a venir, travieso, alguno de mis hijos a buscar cariño. Prefiero no estirar el brazo, pues se puede quebrar el ensueño… Pienso en tantos de mis seres queridos que ya no están conmigo para disfrutar, como antes lo hacíamos, de esta hermosa ciudad que sigue siendo hoy Naples.