Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2009, Derechos Reservados.

Después de doce días de gira ofreciendo conciertos y conferencias en Atlanta, Detroit, y Nueva York, entro a mi casa cansada, agradeciendo el olor a lo conocido que me recibe y no el desagradable y mustio olor a cuarto de hotel desinfectado. Voy buscando darme un baño tibio, relajante, que me desate todos los nudos de mi cuerpo que se tuerce como madeja tirante cada vez que debo encarar un nuevo público. Anticipo mi cama de colchón duro que alivia esta espalda mía reacia a comportarse, mis tres almohadas, mi edredón de plumas que me envuelve como vientre cálido, y un buen libro de metafísica que mi amiga bruja me prestó. Antes de seguir hacia al cuarto, paso por la cocina a prepararme un vaso de leche tibia. Abro la puerta del refrigerador y me saluda la nevera fría mal apertrechada que vacié y ordené antes de salir de viaje, para al regreso no tener que botar el medio tomate deshidratado que sobró de la noche antes de irnos; las tres hojas de lechuga, que ahora estarían disecadas y que mis hijas habían rechazado cuando estaban frescas y crocantes; ni la lata de leche condensada que sería una costra dura de cemento azucarado por no encontrar con qué taparla. Desde luego el pote de leche fresca medio vacío no había sobrevivido tampoco mi tan diligente limpieza.

La mirada se me escapa al teléfono y me pregunto si debo echar a andar la bendita contestadora que seguramente está desbordante de esos mensajes que deja la gente cuando se frusta después de haber llamado varias veces sin recibir respuesta, o si será mejor esperar a mañana para enterarme de lo que me va a alegrar, de lo que me va a preocupar, de lo que quiero saber y de lo que prefiero ni enterarme. Doy la vuelta dispuesta a dormir tranquila, pero siento como si el teléfono me hubiera tendido una red. Estiro la mano y la dejo posada sobre el recibidor, sin levantarlo. Miro el reloj: son las seis y media de la tarde. ¿Qué voy a resolver yo a estas horas? Mejor espero a mañana. Pero no hago más que tomar la decisión de detener mi llegada unas horas más, y mi brazo, con vida propia, desobedece; mi mano compinche marca el número del servicio telefónico; y oigo la voz de la mujer computadora, bien espaciada, atonal, y hablando en sílabas, darme la maravillosa sorpresa que “su casilla tiene 50 mensajes nuevos”. Percibo que mi cara hace una mueca, mi hombro se levanta de lado, la espalda se me queja, y entre los tres me convencen que es mejor llenarme de paciencia, que ya estoy de vuelta en Miami, que mientras más rápido acepte ensillarme, más fácil se me va hacer el regresar a esta rutina cotidiana que me amenaza siempre con el sofoco. Después de cuarenta y nueve click-clicks que responden a las órdenes de morona que me da sin piedad la mujer computadora, hacia el final, oigo la voz de mi madre que le responde al mensaje de mi voz como si estuviera hablándome a mí. Siento como si me estuviera mirando, y no me puedo esconder. Me agarro contestándole mentalmente al mensaje de mi mamá, en un extraño intercambio de surrealismo tecnológico: “Hildita”, (¡qué puntería! ¿cómo sabe que ya llegué?) “¿ya llegaste?” (Redundante, pero ¡sí, ya estoy aquí!) “mira, tu tía Nena cumple hoy noventa años: tengo a todo el mundo citado para esta noche” (¿esta noche?, ¡mami, por Dios!, ¿por qué no lo dejamos para el sábado?) “a las 7:00” (recalca) “y tiene que ser hoy, porque es hoy cuando tu tía cumple los noventa años” (¡son las 6:45, mami, acabo de llegar, no sé ni dónde tengo los zapatos, ¿y las medias? ¿y el maquillaje, en cuál maleta lo metí?) “¡los esperamos..!”

Mi marido está parado frente a mí, con la gorra puesta al revés, sus jeans desteñidos, los mocasines tristes y la cara de cansancio de viaje largo. Viene con los ojos oblicuos, un par de rayitas finas que no ven. En sus manos trae los bultos, las maletas, los abrigos. “¿Qué pasa?”, pregunta anticipando una diligencia más en su día entrecruzado de carreteras. “Tía Nena cumple hoy noventa años”, digo lentamente, para que mis palabras se amolden a su agotamiento y observar los cambios de expresión de su cara que me sorprende con su entusiasmo: “¡Qué chévere!”, exclama y se le abren los ojos nuevamente como si la idea del festejo le dieran fuerzas nuevas: “¿la viejita cumple noventa años? ¡Qué chévere! ¡Alístate, pues, vamos!”, y a las 7:15 estábamos tocando el timbre de la casa de mi mamá, limpiecitos y olorosos como niños de domingo.

Mi Tía Nena, no es mi tía sino mi tía abuela, y no es de sangre, sino política, porque se casó con mi tío, el hermano de mi abuelo materno. Mi Tía Nena es tía política de mi mamá. Allí está sentada en la sala, en su silla de ruedas. Está de espaldas a mí. Mis manos llegan a ella antes que yo. Le froto los hombros endebles. “¿Quién está ahí?”, pregunta. Mi cara sigue a mis manos y se le asoma a los ojos. Me mira, haciendo un esfuerzo por reconocerme. “¡Mi sobrina Hildalú!”, dice usando el nombre que me da la familia y se ilumina de alegría profunda. “¿Ya te mudaste?”, me pregunta como me viene preguntando desde hace cuatro años, la última vez que se le grabó firmemente en el cerebro un dato de mi vida.

Mi Tía Nena es rosada. Le han cortado su pelo gris-blanco para que resulte fácil lavárselo y peinárselo. Lourdes, mi prima, le escogió un vestido sencillo y veraniego de flores verdes en fondo ocre. Su collar de perlas genuinas le rodea la garganta. Las manos nudosas, de dedos finos y elegantes reposan en su regazo. Lleva las uñas pintadas de un rosa viejo tenue y sendas sortijas que son parte de su ser. De la muñeca izquierda le cuelga una manilla de oro, de una pulgada de ancho, cuyo broche lleva talladas sus iniciales. Pero el mejor adorno, la mejor prenda es su sonrisa, su mirada cándida de dónde fluye dulzura infinita y adónde tantas veces he acudido a beber consejos. Es la matriarca de la familia, la más vieja del clan que hoy cumple noventa años. La familia ha venido a rendirle homenaje, como le rendimos homenaje a aquellos que en su momento fueron los más viejos y hoy ya no están con nosotros: mi bisabuela, que cumplió los ochenta con Los Matamoros en la casa de Miramar cuando yo tenía apenas cuatro años; mis tíos bisabuelos, traducidos por mis sentidos de niña a dos bolitas enfundadas en tela de holán blanco y ojillos azulísimos; mis dos abuelas, segundas madres insustituibles de mi vida; mis otras tías abuelas, hermanas de mi abuela paterna que por no estar casadas me rociaban de amor y regalos y a todo me decían que sí.

Mis abuelos y mi padre nunca fueron los más viejos. Se fueron sin darnos tiempo a acostumbrarnos a que se íban, sin darnos tiempo a despedirnos. Un día ya no estaban. El homenaje a ellos es distinto. Es desear escuchar sus voces, tomarlos de las manos, sentirlos respirar. Es contemplarlos sonreír, hablar con ellos y verlos en todos los rincones del recuerdo. Es un poco hacerlos revivir, dotándolos de la vida que no tuvieron, brindándoles nuestros acontecimientos para que se nutran: ¡Mira, Papi, qué grandes están tus nietos. ¡Ana Cecilia es igualita a mí y a ti! ¿Te acuerdas, abuelo, cuando te bailaba la jota y te tocaba las castañuelas hasta el mismo mareo? Escucha abuelo, ¡escucha toda la música que he grabado! ¿Están orgullosos de mí? ¡Cuánta falta me ha hecho saberlos en el público! ¡Cuánta falta me han hecho sus aplausos! Abuelo…hazme el cuento de Robinson Crusoe y el cuento de las águilas y el cuento de Colón.

Pero hoy el homenaje es para mi Tía Nena que cumple noventa años. Todo el mundo la contempla. La hacen hablar para escuchar sus comentarios siempre pícaros y graciosos que nos hacen reír. Se ha convertido en una niña mimada, mi Tía Nena. Alguien apaga las luces y presiento detrás de mí la iluminación del cake de cumpleaños. Mi madre trae en sus manos la bandeja con la torta de nueve velitas, una por cada diez años y la deposita frente a mi Tía Nena. Su cara recoge todo el resplandor que despide el fuego tenue de las nueve velas y se disipa, desde donde estoy sentada, su derredor. Las cámaras se alzan para duplicar para siempre la celebración, pero en mí se plasma una foto mental de mi Tía Nena en ese preciso momento que será distinta a las demás. Veo, en una sublime cámara lenta, como se van acercando uno a uno todos los que vinimos a celebrar los noventa años de mi Tía Nena. Escucho, aunque no canto ni oigo la canción de cumpleaños, al coro familiar, bien intencionado, lleno de amor y desentono. Mi Tía Nena lentamente recorre cada una de las caras que la rodean como queriendo asegurarse de este momento que a veces parece entender, cuando su mente, por un segundo fugaz, le permite estacionarse en alguien o algo que logra verificar en su vivencia. Se oye el último “¡…cumpleaños feliz!”, y mi Tía Nena se prepara a soplar las velitas. Sus manos se sujetan a la mesa, sus pulmones se hinchan de aire y sopla con toda la fuerza que le presta su cuerpo frágil. Todas las velitas se apagan y vuelve el tiempo a fluir con el presente que me devuelven los aplausos de la familia. Alguien comenta malicioso: “¡Mírala, si todavía sopla…!” Oigo a mi marido que le pregunta irreverente a mi Tía Nena: —Vieja, ¿y usted sabe cuántos años son? —No estoy muy segura, hijo— dice sonrojándose con ingenuidad como una niña, —siempre tengo que preguntarle a Lourdes, pero creo que son 50 ó 60.

Todos reímos enlazados por la magia especial que tiende sobre nosotros esta Tía Nena con su amor bálsamo. Ella, que ya olvidó la pregunta y su repuesta, también ríe para no quedarse atrás en la alegría. ¡Qué bueno que llegué a tiempo! ¡Gracias Tía Nena por tantos años tuyos nuestros. Gracias por poblarnos la vida de ti! ¡Tía Nena cumple hoy noventa años! ¡Felicidades Tía Nena!