Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2011, Derechos Reservados.

La vida lo va llevando a uno por los caminos verdes alguna vez transitados por otros, pero no por uno mismo, y cuando uno sabe que no le queda alternativa más que la de enfrentar lo que se avecina, tiende a hacer acopio de fuerzas, a enfocarse, a disponerse a pasar el vendaval que desde el horizonte negro se acerca ominoso, listo a derramar sus vientos y sus aguas a nuestros pies. En ese esfuerzo de concentración a veces olvidamos momentos felices, instantes especiales, no porque uno lo quiera así, sino que parece no haber tiempo, ni espacio, ni pensamiento, más que para timonear astutamente en las aguas turbias del presente incierto que no podemos eludir.

Como no pretendo que se lean todo este blog para conocer mis antecedentes quiero ofrecerles un tanto en este sentido. Muchos que ya me han leído sí saben, que soy cubana, exilada de Fidel en Miami, ciudadana estadounidense, esposa de un maracucho bien chévere y por lo tanto, desde hace tres años exactamente, residente oficial de Venezuela. Por muchos años mi esposo y yo entretuvimos la idea de venir a vivir a Isla Margarita, abrir una muy pequeña posada para alquilar habitaciones sólo en épocas de temporada alta y así hacer nuestro retiro tranquilos y lejos del bullicio y mareo de las ciudades grandes de Estados Unidos.

El sueño se tornó en pesadilla cuando por la crisis financiera de EE.UU. decidimos apurar el paso y hacer el cambio antes de lo que habíamos previsto. Así nos vimos en el Aeropuerto Internacional Santiago Mariño, “navegados”, como se les dice a los que vienen a asentarse a la isla, con nuestras maletas y nuestros animales: Simba, un ansioso golden retriever pelirrojo y la magníficamente bella, pobre gata Maggie que estuvo tres días sin comer ni moverse de su jaula después de su traumatizante experiencia del viaje en avión. Ahora pienso que como gata al fin, hermética y pausada, fue ella la única que intuyó y supo lo que nos venía encima, y desde el principio no lo quiso ni creer, ni aceptar. Lo que sucedió entre que aterrizamos en la isla y logramos tener nuestra nueva pero vieja casa en estado de ocupación humana pasaron alrededor de dos años y eso…, eso no se los voy a contar en este artículo porque, o todavía no he logrado procesarlo, o en realidad estoy con la digestión emocional paralizada precisamente para no desmoronarme.

Ya se agolpan sus preguntas en mis oídos: ¿Pero venir para Venezuela? ¡Si lo que nosotros queremos es irnos para EE.UU.! ¿Pero ya tú no viviste esto en Cuba? ¿Qué vinieron a buscar aquí? En verdad no tengo respuesta justificable, excepto una cosa que leí de Hayek, un economista de la escuela austríaca, que dice que en momentos de una crisis general, especialmente las económicas, de los seres humanos se apodera una especie de hipnosis que los lleva a “meter la pata”, y que por eso en momentos de incertidumbre, no se toman decisiones que impliquen grandes cambios existenciales. Por ende soy culpable, muy culpable, aunque vine en diciembre del 2007 a presenciar las elecciones y no fue sino hasta saber sus resultados que tomamos la decisión de venir a vivir a Venezuela.

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Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2009, Derechos reservados.

Hace unos días, asistí a una reunión de periodistas hispanos durante la cual surgió un animado debate sobre el uso de las palabras “hispano” o “latino”. Después de escuchar los puntos de vista expuestos informalmente durante la velada, algunos sorprendentes y casi todos llenos de una indiscutible carga emocional, me retiré ya entrada la noche a rumiar las muchas definiciones que había oído con respecto a quiénes somos. Me di cuenta que tenía entre mis manos casi tantas definiciones de ambas palabras como el número de invitados en aquella tertulia. También era innegable que “hispano” y “latino” en su uso o mal uso, habían adquirido en los EE.UU. con el transcurrir del tiempo, nuevos niveles o “tonalidades” de significados que se habían ido filtrado y albergado en estas palabras, que ambas, cada día con más frecuencia, imponen los límites de lo definido a nuestra identidad y nos «adjetivizan» equivocadamente. Me pregunté si mis amigos periodistas habrían coincidido conmigo, si habrían entendido la enorme tarea que con respecto a la comunidad hispana se despliega ante todos nosotros los que usamos los medios para comunicarnos, especialmente cuando se trata de personas que trabajan escribiendo en inglés y español, y cuya pluma podría influir el pensamiento de tantos lectores.

¿Cómo definir qué es un hispano?, o lo que es un tanto más difícil, ¿qué es un hispano en EE.UU.?, y más complejo aún, ¿qué es un hispano-estadounidense? La diferencia entre estos tres grupos de hispanos puede ser invisible para el que observa superficialmente. Y desde luego, el tema es tan extenso que no podría pensar cubrirlo a fondo en un artículo. Es sustancia para un muy extenso estudio sociológico. Por eso sean estas observaciones apuntes «a grandes brochazos» que quizás sirvan para avivar el interés de algún investigador.

Los llamados “hispanos de Estados Unidos”, comprenden las tres categorías arriba mencionadas. Muchos han crecido y se han formado dentro de este país. Por ende, no necesariamente estudiaron formalmente el español, y además, la cultura hispana que heredaron les llega de segunda mano. Lo que saben del idioma y de la cultura se limita inicialmente a aquello que recogieron en el seno de sus hogares y, la mayoría de las veces, aprendieron sobre algún país hispano lo que sus respectivas familias pudieron contarles. O sea, que la profundidad de sus conocimientos hispanoamericanos, si no se han hecho estudios formales del idioma y la cultura hispana, equivale al grado de educación e interés que les trasmitió el entorno familiar y lo que cada quien, en su caso particular quiso absorber, aceptar y hacer suyos. Por esta razón es un desafío poder hablar con propiedad de sí mismos y de cómo definir, a todos los hispanos, ante las demás culturas con las que se comparte a los EE.UU.

El concepto de ser hispano se hace más difícil cuando la referencia vivencial que domina nuestras vidas no es la de un país hispano; cuando el idioma que se habla en la casa pugna con el acento de otros hispanos y con el idioma que se habla en la calle; cuando las costumbres que nos enseñan nuestros padres hispanos no se avienen con las de otros hispanos; y sin embargo, los que no hemos nacido en EE.UU., aunque mucho nos pese, nos vamos dando cuenta que al pisar tierra estadounidense se ejerce sobre nosotros una delicada y casi imperceptible presión cuyo objetivo es hacer desvanecer en nuestras mentes las fronteras geográficas que alguna vez nos identificaron como cubano, venezolano, puertorriqueño, etc., para poco a poco fundirnos en esa conveniente pared o en ese bloque que los medios y entes gubernamentales en EE.UU. han querido construir para aglomerarnos a todos en un mismo saco y paradójicamente “simplificar” el estudio del fenómeno social en que nos hemos convertido: los Hispanics. Recuerdo hace muchos años, en el Miami de los ’70, cuya población hispana entonces era mayormente cubana, unas calcomanías que empezaron a verse pegadas a los guardafangos de los carros, cuando por primera vez oímos la palabra “hispano” usada para agruparnos a todos con un sesgo que no acababa de convencernos. La calcomanía advertía y reclamaba: “¡Yo no soy hispano. Yo soy cubano!” Treinta años después pienso que al que se le ocurrió la idea de crear este slogan de alguna manera había captado al vuelo lo que apenas comenzaba a sucedernos.

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