Maggie

enero 23, 2009

Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2008, Derechos Reservados.
Publicado por primera vez en A toda marcha
Naples, Florida, 25 de enero del 2004.

Maggie llegó a mi vida inesperadamente, y la verdad es que no la busqué, porque como viajo tanto, tenerla significaba una gran responsabilidad ya que tendría que contratar una «niñera» y asegurarme que estuviera debidamente alimentada y supervisada. Vino al mundo porque la prima política de mi marido no cuidó de su madre y por eso salió embarazada de un sinvergüenza de los tejados de Fontainebleau en Miami.

La vi crecer junto a sus dos hermanas en el apartamento de Lupe y César, entre sus hijos que le caían atrás por toda la casa haciéndoles la vida imposible. Corrían las tres pobres buscando refugio en los closets, en la bañadera, debajo de la butaca, hasta en los gabinetes de la cocina, y su madre alzaba los ojos llenos de azoro, como si con la mirada las pudiera proteger de aquellos diablillos que siempre inventaban una manera más de torturarlas.

“Nos regresamos a Venezuela”, me dijo Lupe un día. “No sé que voy hacer con éstas”, y señaló con una inclinación de su cabeza a las tres hermanas que se acurrucaban a su madre. Mi marido se adelantó sin consultarme: “¡Yo me encargo…!” “¿Tú te encargas? ¿Y tú qué sabes de eso?” “Nada, pero no debe ser difícil, ¡comida y ya, ¿no?” Este marido mío, asoma’o, que se mete a resolverle los problemas a los demás y siempre, invariablemente, me arrastra con él y termino yo ocupándome de lo que él prometió. Lupe apareció con una caja grande: “Aquí están sus cosas. Mil gracias, vale. ¡No saben la responsabilidad moral que me quitan con esta ayuda!” “¡Yo sí sé”, pensé! “¡Ahora me cae a mí!”. Y esa noche las tres hermanas durmieron en el garaje de mi casa.

A la mañana siguiente, mi alergia amaneció alborotada como nunca. Estornudaba como si tuviera un catarro malo. Tenía la nariz hinchada y roja. “¿Tú ves?”, me quejé. “¡Yo no tengo necesidad de esto! ¡No resisto ese pelo por todos lados, mira cómo estoy! ¡Se van, me oíste, se van! A estas alturas, ¿voy a tener yo que volver a padecer de esta alergia loca por algo que yo no busqué? ¡Qué va! ¡Se van!” Mi marido se quedó muy callado, casi inmóvil, y siguió haciendo lo que estaba haciendo, que es lo que siempre hace cuando no quiere confrontación, porque pienso que él muy adentro hace como una apuesta consigo mismo: “A lo mejor, si no me muevo, se calla y no regaña más”. Pero yo estoy resuelta: “¡Mírame, y no te hagas el invisible que estoy hablando contigo!”. “Ok, Ok, mi amor, no te ocupes yo les doy camino. Ya, no te preocupes.” “Sí”, le contesto, “pero, para empezar, ¿por qué buscar éste problema si no lo teníamos? Ahora hay que encontrar alguien que las quiera, como si nosotros no tuviéramos ya un millón de cosas que hacer. Me haces sentir mal, ¿por qué me metes en estos líos?” La responsabilidad moral de Lupe no me perdona. Se me ha instalado encima a mí y me come con el remordimiento: “¡Las pobres, sin madre, abandonadas y solas por el mundo!”, pensé.

Mi marido entra en el garaje y las tres hermanas salen corriendo a esconderse. Él las va cazando. Ya cogió a una. Ya cogió a dos. Pero la tercera se ha esfumado y no aparece por ningún escondrijo. “Me llevo a éstas. La otra no aparece. ¡Después la busco!”, me dice desde la puerta. Yo, que no quiero enfrentar las asustadas miradas de las dos que acabo de condenar a sabe Dios qué destino, le contestó desde la cocina: “¡No las vayas a abandonar en los matorrales! ¡búscales a alguien que las cuide!, pobrecitas.”

Siento el run-run del motor del carro que se aleja calle abajo. Yo camino hasta el garaje, abro la puerta, y allí parada frente a mí está la tercera hermana, la que quedó rezagada. No sabe qué hacer. Sus ojos verdes me miran pidiendo misericordia. Viene hacia mí brincando, como queriéndome hacer fiesta, sonsacándome, camelándome. Por primera vez me fijo en ella detenidamente…tiene mucho pelo, suave y tupido y de tres colores: amarillo y negro, y por donde es blanca, es de un blanco blanquísimo e irreproducible. “Ven”, le digo, y parece entender, porque poco a poco, con cautela, se me acerca. Levanta la nariz y huele el aire, me huele a mí. Se asegura que no hay peligro en este ser humano arrodillado a su lado que le tiende las manos. Se acerca a mis dedos, los huele tentativamente. Le rasco la cabeza, y detrás de las orejas. Cierra los ojos gozando el contacto de mis manos acariciándola y se abandona al placer irresistible. La levanto del suelo con cuidado y me la llevo al cuello donde la acomodo y la acurruco, y entonces escucho el tenue run-run. Pienso que es el carro de mi marido que regresa ya. Pero no es run-run lo que oigo: es el ronroneo agradecido de esta criatura que no sabe cómo darme las gracias por un poco de cariño. No sé qué rato estuve así, nutriéndome yo de su calorcillo ingenuo, de su suave y tierna intimidad, de la entraga total del que confía.

No sentí a mi marido entrar. Cuando levanté la vista, allí estaba contemplándome: “Se llama Maggie, le dije, “Maggie Zuleta”.

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